En los meses inmediatamente posteriores a la caída de Lehmann Brothers, inicio de la crisis que todavía vivimos, y a la sucesión de operaciones de salvamento de bancos afectados por activos tóxicos derivados de la burbuja en Estados Unidos y Gran Bretaña (más de 700.000 millones de dólares se dedicaron en Estados Unidos), se fueron sucediendo las declaraciones de representantes políticos, economistas, sociólogos y otros expertos sobre los grandes errores que se habían cometido en la década precedente. Se trataba, decían , de una crisis sistémica y era la más profunda de las vividas desde el crack del 29. Había un abrumador consenso respecto al diagnóstico: los grandes errores se debían, sobre todo, a la desregulación de los mercados financieros iniciada en los ochenta bajo el impulso del doble liderazgo Reagan-Tatcher que fue desactivando la Ley Glass-Steagall (promulgada por Roosevelt en 1933, tras el crack del 29 para acabar con los excesos y abusos de la banca privada) hasta que fue derogada por Clinton en 1999, a la rapiña sin límite de los especuladores y al crecimiento de una burbuja inmobiliaria que había deteriorado de manera considerable las cuentas de resultados de algunos grandes bancos y convertido lo que eran sólidos valores inmobiliarios (vivienda y suelo) en auténticos agujeros.
En aquel momento, nadie, o muy pocos, hablaba de supuestos excesos en el desarrollo del Estado del Bienestar, de supuestas rigideces en la legislación laboral de determinados países, de la responsabilidad de los sistemas de protección social y de garantía de la igualdad de oportunidades en la aparición de la crisis: estaba clarísima la responsabilidad. Hasta tal punto era así que una parte de sus muñidores comparecieron ante el Congreso de los Estados Unidos y fueron vapuleados por los congresistas, que alguno acabó en prisión y que el descrédito se hizo extensivo a buena parte de los altos directivos de las más poderosas compañías financieras. El mundo parecía tener localizado el origen del tumor y se aprestaba a aplicar el tratamiento.
Desde la izquierda (y desde buena parte de la derecha reformista, incluso liberal si se me apura) se pusieron sobre la mesa algunas de las grandes soluciones estructurales que habrían de dar, en el futuro, estabilidad al sistema y acabarían saneándolo financiera y éticamente: nueva regulación, mucho más estricta, de la actuación del capital financiero potenciando la vigilancia de los estados y la creación de organismos reguladores (la economía al servicio de la sociedad y no de poderosos grupos económicos al margen de todo control democrático); preminencia del poder político, derivado de la soberanía popular, sobre un poder económico sólo atento a la lógica del beneficio puro y duro; establecimiento de una tasa o gravamen sobre las transacciones financieras que dotara al sistema de recursos suficientes para hacer frente a situaciones de insolvencia o procesos de inestabilidad; marcaje mucho más estricto, por los poderes públicos, de las agencias de calificación de riesgo (que coadyuvaron a la burbuja y en vísperas del desastre estaban calificando de manera positiva a entidades financieras que se desplomarían de la noche a la mañana); erradicación de los paraísos fiscales y un largo etcétera que se podría sintetizar, paradojas de la vida, en la apelación de Sarkozy a la necesaria refundación del capitalismo sobre nuevas bases.
En Europa, los ejes de recuperación de la iniciativa pública frente a una crisis financiera que llegaba de Estados Unidos pero que adquiría una especificidad pavorosa en Islandia, Irlanda, Grecia y Portugal, pasaban por el reforzamiento de la unidad política, por el avance firme hacia uno de los objetivos derivados de la moneda única, es decir, la unidad fiscal, por dotar de nuevas capacidades y competencias, similares a las de la Reserva Federal de Estados Unidos, al Banco Central Europeo, por el establecimiento de una tasa que gravara las transacciones financieras, por una renegociación de los plazos del cumplimiento de los objetivos de déficit, por la creación de los eurobonos y, con carácter global, por una mayor regulación del sistema financiero en el marco de la economía global y, como iniciativa específica europea frente a los movimientos especulativos de las agencias de rating, creación de una agencia pública, de titularidad europea, de calificación de riesgos. Esas iniciativas se acompañaban del diseño de políticas de inversión que impulsaran el crecimiento y, como consecuencia de ello, el empleo. Keynes asomaba de nuevo en el horizonte y la visión de la economía como un instrumento al servicio de la calidad de vida y del bienestar colectivo parecían objetivos irrenunciables en la salida de la crisis. Entonces (años 2008 y 2009) se hablaba muy poco de recortes, muy poco de los “excesos” del Estado del Bienestar y mucho de los excesos derivados de los aprendices de brujo curtidos en las teorías de la Escuela de Chicago.
Sin embargo, lentamente y de una manera poco clara, esa perspectiva estratégica se ha ido modificando orientándose, casi en exclusiva, hacia la cobertura de los agujeros que en algunos grandes bancos, directa o indirectamente, dejó la irresponsable gestión que condujo a la burbuja (tanto en los países periféricos como en la propia Alemania). De la mano de la canciller alemana, del Bundesbank y de las fuerzas conservadoras europeas, comenzando por el Partido Popular Europeo, desembocamos, en el primer semestre de 2010, en una situación en la que los llamados mercados, que se batían en retirada desde la caída de Lehmann Brothers, toman la iniciativa, comienzan a presionar sobre la deuda soberana de los países periféricos de la Unión Europea y a establecer de manera contundente sus condiciones: no se trataba de velar por el bienestar colectivo de países como Irlanda, Grecia o Portugal, sino de aplicar un tratamiento de electroshock del que se salvaran los grandes causantes de la crisis (banqueros, dirigentes políticos irreponsables), a los que había que inyectar ingentes cantidades de dinero, mientras los pueblos eran considerados “culpables” por gastar mucho y eran condenados a ser víctimas propiciatorias de una política de recorte del gasto público destinada a reducir el déficit, pero con consecuencias pavorosas: empobrecimiento de la población, precarización del empleo, retroceso hacia el siglo XIX en las relaciones laborales, recortes brutales en sanidad, educación, protección social… Esa actuación (frente a la opinión de economistas más que reputados como los premios Nóbel Krugmann y Stiglitz) se convierte en verdad indiscutible y en principio a aplicar incluso en países con gobiernos socialistas y socialdemócratas (España, mayo de 2010). Los intereses de los mercados enlazan con la ideología ultraliberal y ésta se traduce en actuación política a través de los organismos europeos. Dicho en otras palabras, se trataba de cubrir, con recursos de todos, el agujero generado por unos pocos: transferir dinero público, del bolsillo de todos, a bolsillos privados.
En ese proceso, el discurso de los hechos ha estado en manos de la derecha. Las políticas que se han aplicado de manera inmediata, con urgencia inexplicable, han sido las políticas contrarias a los intereses colectivos, las políticas de empobrecimiento, de destrucción de empleo, de recorte drástico de los niveles de protección social, de recorte de derechos laborales. Sin embargo, las políticas que podían aportar horizontes menos dolorosos y soluciones tendentes a la regulación del sistema y a la prevalencia del poder político sobre los mercados (desde la tasa por transacciones financieras hasta lo eurobonos) se han ido retrasando, perdiéndose en los diversos catálogos de medidas que han venido anunciando el FMI, el G 20, el Eurogrupo… Celeridad en segar la calidad de vida de los ciudadanos: se decide recortar y al día siguiente está servido el decreto-ley; lentitud exasperante en controlar el poder de los causantes de la crisis y en adoptar medidas para que los más poderosos aporten su esfuerzo y sus recursos a la salida de la crisis: todo se aplaza, se referencia a un futuro impreciso, cuando no desaparece de la agenda y, premeditadamente, se olvida (¿quién habla ya de regulación estricta, desde el sector público, de los mercados financieros?, ¿qué ha sido de los eurobonos? ¿y de la agencia europea de calificación de rating?, por ejemplo).
Ante esa tesitura, el discurso de la socialdemocracia ha sido dubitativo, de cierta perplejidad y contradictorio: unas veces se ha confundido con el de la derecha (en Grecia es indiferenciable); otras se ha vestido con los ropajes de la inevitabilidad de los recortes (la llamada receta única, Almunia dixit, o la corresponsabilidad con Monti del Partido Democrático Italiano), lo que ha llevado a que casi siempre el protagonismo de la contestación, o el diseño de una propuesta alternativa haya recaído en los sindicatos, en las más diversas organizaciones sociales, en colectivos de economistas vinculados a universidades y a fundaciones progresistas, en movimientos anti o al margen del sistema y en partidos minoritarios (que la crisis puede convertir en mayoritarios: ahí está Syriza). En definitiva, el Partido de los Socialistas Europeos ha mostrado una posición tibia, poco contundente, cruzada por algunas contradicciones entre las que no es menor la duda permanente del SPD respecto a las políticas europeas, y con una posición de fondo convertida en tótem (el llamado Pacto de Estabilidad) que sacraliza la lucha contra el déficit y deja en segundo plano los objetivos de crecimiento y la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo en el que los mercados no determinen las políticas por encima de los gobiernos y en el que se destaque la importancia estructural de la Europa social que se diseñara en Maastrich con el impulso de Jacques Delors.
Cierto que los dos primeros meses de gobierno de Hollande han abierto nuevas y esperanzadoras perspectivas para las fuerzas progresistas. Pero parece imprescindible, yo diría que urgente, una reflexión de conjunto de todo el socialismo y el progresismo europeo para revalorizar el discurso socialdemócrata, para recuperar la iniciativa político-ideológica, para hacer bandera de las grandes conquistas sociales que han caracterizado a Europa como un espacio de democracia política, económica y social de referencia global. Las elecciones presidenciales y legislativas de Francia han abierto grandes esperanzas a una mayoría social que en el conjunto de la Unión Europea está viendo cómo las políticas de recorte llevan a más paro, a más pobreza, a más desprotección y, sobre todo, a una regresión hacia una Europa en la que el derecho al Estado del Bienestar era patrimonio de los ciudadanos de los países del norte: es decir, como en los años 70, antes de Maastrich y de la nueva Unión. ¿Para cuándo un encuentro o simposio de socialistas y progresistas de Europa en el que se diseñe una alternativa democrática y avanzada para la Unión que sirva de referencia y de esperanza a millones de ciudadanos del Viejo Continente y, más allá, del mundo globalizado? ¿Aprovechará el PSOE su Conferencia Política del próximo otoño para afrontar sin complejos ese desafío? Dos incógnitas, no pequeñas, que, mi juicio, deberían despejarse de manera positiva en el futuro inmediato.