Para Adolfo Pastor. In memoriam. Y para nosotros,
los de entonces, aunque ya no seamos los mismos.
los de entonces, aunque ya no seamos los mismos.
Ha sido un trallazo. O, como escribiera Miguel Hernández en su memorable "Elegía a Ramón Sijé", "un manotazo duro, un golpe helado". Adolfo Pastor, con quien compartí de manera intensa algunos años de mi vida como militante comunista, ha fallecido. Es verdad que le había perdido la pista en la década de los noventa y que desde entonces sólo sabía de él a través de terceros y siempre de manera vaga. En el fondo, pensaba que, aunque llevara tiempo sin verlo, sin tener noticia de su paradero, siempre estaba ahí: con su cercanía, con su sonrisa amplísima y franca, con su estatura, que le permitía coger a los amigos por el hombro sin mucho esfuerzo (lo recuerdo muchas veces tomándome por el hombro en tiempos muy difíciles y diciendo "tranquilo, Manolito"). Aunque tres años mayor que yo, éramos coetáneos: Adolfo pertenecía a la generación de los que nacimos y crecimos en plena dictadura y accedimos al amor, a la amistad, a las lecturas, al cine comprometido, a la música de los cantautores, al marxismo y a la lucha política, primero en clandestinidad y luego en democracia, al mismo tiempo que nos hacíamos menos jóvenes, madurábamos y veíamos pasar el mundo desde una lente muy especial: la de quienes siempre pusimos los intereses colectivos, la libertad y la democracia por encima de nuestros intereses. Adolfo pertenecía a la generación de los que apenas tuvimos tiempo de ser jóvenes, de los que hasta el ocio (el cine, la conversación, la lectura, la risa, el amor, el sexo) tenía una lectura política, transformadora, de quienes nunca imaginamos que tanto trabajo colectivo, tanto desprendimiento, tanta verdad, serían descafeinadas a base de realidad y de pragmatismos no siempre justificados.
Adolfo Pastor, en las elecciones municipales de 1983 |
Corría el año 1981, año del golpe de Tejero y año de la crisis del PCE, y, a causa de la crisis, Adolfo pasó de ser dirigente sindical en CC. OO. a concejal del Ayuntamiento de Madrid formando parte del gobierno PSOE-PCE que presidía el "viejo profesor". Él, que pertenecía a esa estirpe de hombres que renunciaron a su carrera profesional (era ingeniero aeronáutico y en aquellos tiempos ese título aseguraba una brillante y bien remunerada trayectoria) para ponerse al servicio de los trabajadores, dejó las tareas sindicales y, de manera apresurada y entusiasta, se puso a aprender municipalismo. Recuerdo agotadoras tardes, junto a urbanistas y otros expertos del partido, revisando con él nuestras propuestas para el nuevo Plan General de Madrid, o el funcionamiento de las haciendas locales, o el Reglamenteo de Participación Ciudadana que el gobierno municipal de Tierno Galván estaba perfilando (y que es, en lo esencial, el hoy vigente en el Ayuntamiento de Madrid aunque no se cumpla en todos sus extremos). Recuerdo cómo, en 1983, aceptó encabezar la candidatura municipal del PCE, decisión que vino acompañada de sesiones agotadoras de elaboración del programa electoral (municipal y autonómico, por cierto) en las que caían varias docenas de cigarrillos Ducados, que solían cerrarse en algún bar próximo a la sede de Campomanes para continuar debatiendo de política hasta clausurarlas, ya en la madrugada, despidiéndonos junto a la Cuesta de Santo Domingo. Recuerdo su pequeño vehículo, un Seat 127, sus jerséys, casi siempre grises, de cuello a la caja, a veces de lana gruesa. Recuerdo su alergia a la corbata y cómo hubo de superarla para las sesiones fotográficas del cartel electoral. Recuerdo sus jerseys de pico y su corbata azul rayada en blanco. Y recuerdo, como si hubiera ocurrido hace sólo unos meses, aquella dura campaña electoral del 83 en la que al menos, hubo un aspecto que nos hizo reir muchas veces: el dúo electoral del PCE lo completaba, como cabeza de lista a la Asamblea de Madrid, Lorenzo Hernández. Adolfo, alto y espigado; Lorenzo, de estatura algo menguada (y con un corazón inmenso pese a sus excesos): más de uno hizo el chiste de rigor ("habéis presentado a Abbot y Costello", o "son el punto y la i"). Y recuerdo su sentido del humor, sus comentarios acerca de sus noches de estudio del urbanismo como "castigo" de su camarada y amigo, el arquitecto Gordiano Sanz (¿estás todavía ahí, Gordiano?), cómo se reía de la soledad a la que lo condenaron, cuando fue teniente de alcalde y concejal de urbanismo por el PCE, algunos de los más brillantes técnicos con que había contado históricamente ese partido.
La crisis fue demoledora. Para el partido, para los trabajadores, para la democracia... y para todos nosotros: nos dejó heridas que tardaríamos en cerrar y a Adolfo le dejó el mal trago de llevar adelante una brillante labor como concejal sin que pudiera continuarla en un nuevo mandato. ¿La causa? La crisis: Adolfo, mostrando su calidad humana, su desprendimiento y su compromiso con quienes le habíamos acompañado en su aventura municipal (yo lo hice como secretario de política institucional de Madrid), formó parte del colectivo que, expulsado del PCE, fundara el efímero Partido de los Trabajadores de España. Y fue candidato: y, como era previsible, no salió elegido.
Creo recordar que yo fui uno de los culpables de su salto del sindicalismo al municipalismo. También hubo otros "culpables", sin duda, también de los de entonces: Adolfo Piñedo, Simón Sánchez Montero, Lorenzo Hernández, no pocos militantes de base. Pero por la responsabilidad que yo ostentaba entonces, tuve que trabajar muy cerca de él durante largos años. Y llegué a quererlo como a un hermano. Era el cariño del camarada con quien se viven momentos difíciles, de fortaleza y debilidad (recuerdo sobre todo los días posteriores al 23-F, los permanentes rumores de golpe, recuerdo mi miedo y su serenidad, su optimismo inveterado y amable, su risa, siempre franca y abierta), pero con el que basta intercambiar un par de palabras, o una mirada, para saber que con él compartes sueños, proyectos de sociedad, una visión del mundo, miedos y decepciones.
Recuerdo tardes de risas compartidas. Recuerdo su burla afable (en el fondo, algo envidiosa, todo hay que decirlo) hacia mi condición de escritor, sobre todo de poeta. Recuerdo cómo se burlaba de lo que llamaba mi "socialdemocratización" por un viaje a la todavía Unión Soviética con quienes serían al poco tiempo grandes amigos y hermanos entrañables: Jaime Lissavetzky y Marcos Sanz, socialistas de la primera hora de la transición y todavía en la brecha. Recuerdo que escribí un romance burlesco, que creo haber perdido entre los viejos papeles de aquel tiempo de certezas e incertidumbres (varios romances escribí entonces con ese tono), sobre sus "batallas" con los técnicos urbanistas que comenzaba así: "Pastor pastorea técnicos / en la Oficina del Plan". El romance no le sentó bien. Entendió la ironía, no pudo evitar la risa abierta, pero al final emitió, cómo lo recuerdo, un juicio lapidario: "Manolito, eres un cabrón".
Después de que en los noventa, el PTE decidiera incorporarse al PSOE, nuestros contactos se fueron espaciando en el tiempo. Por noticias de amigos, sé que creó una o varias empresas, que los negocios no le fueron bien, que tuvo más de un disgusto en ese ámbito (que tan poco familiar nos era) de los negocios por el que se sintieron atraídos, con distinta suerte, algunos de los que compartieron luchas, miedos, sueños y utopías en aquel tiempo. Pero esa es otra historia que no conozco y que dejo de lado porque hoy quiero hablar de mis días junto a él.
Se ha ido Adolfo Pastor y con él se me va una parte de mi vida, quizá de mis años más generosos y desprendidos, de los años más generosos y desprendidos de muchos hombres y mujeres que sólo teníamos una razón para sustentar la vida: los otros, la sociedad nueva, un mundo sin explotadores ni explotados que pronto se mostró más difícil y lejano de los que preveíamos y deseábamos. Adolfo era generoso y alegre, bueno a lo machadiano ("Y soy, en el buen sentido / de la palabra, bueno´" escribió el poeta sevillano), inteligente, trabajador hasta el agotamiento, lector impenitente, madridista implacable --"Si Dios existe, es del Comisiones, del PCE y del Real Madrid", decía a veces-- y, sobre todo, leal y transparente como pocos.
En este domingo soleado de marzo, en la ciudad que nos acogió como camaradas y amigos, hay un hueco inmenso. Cierto que es su hueco, el que me deja su muerte. Pero no es menos cierto que en él alienta la vida colectiva y los cientos de miles de votos que lo llevaron a ser la voz de los comunistas en el Ayuntamiento entre 1983 y 1987. En ese hueco vive la memoria colectiva de quienes en aquellos años fuimos los mejores y más generosos (sí, coño, los mejores,¿para qué nos vamos a quitar méritos?). Adolfo Pastor ya no pastorea técnicos en la Oficina del Plan. Pero con él Madrid fue una mejor ciudad y nosotros, los de entonces, fuimos algo mejores.
Concluyo este pequeño homenaje con la evocación de una tarde en la UVA de Hortaleza (podría ser cualquier otra tarde por aquellos barrios de trabajadores y desempleados de mediada la década de los ochenta): lo veo caminando junto un grupo de camaradas y vecinos revisando los bajos de los bloques, tomando nota de algunos desperfectos, recogiendo sugerencias... Es el más alto, el que lleva una pelliza de piel vuelta de color claro, el que viste vaqueros y jersey gris, el que siempre sonríe, el de la barba que empieza a ser entrecana, el que, una vez terminada la visita, se volverá hacia mí, me mirará fijamente y, entre risas, me dirá: "Manolito, cabrón, en vaya embolao que me habéis metido". Descanse en paz el amigo, el camarada, el compañero.